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martes, 26 de febrero de 2013

Carta de un cuerpo que extraña


Te extrañan mis pechos, los vellitos erizándose al sentir el vapor de tu boca. He aprendido a vivir sin tu conversación insulsa, vacía de tiempos y de adjetivos, vacía de frases serias o simples, de carcajadas, de silencios. Ya casi no digo tu nombre al entrar todos los días al cuarto oscuro que era nuestro hogar, ya casi no maldigo en las mañanas, cuando falta tu peso de ese lado de la cama.
La semana pasada imaginé cómo sería la vida sin ti, sin tu historia marcada en mis recuerdos. Intenté imaginar una familia feliz a mi edad, una buena madre abnegada y muerta. Imaginé una sonrisa estirando mi rostro, cabello de salón, imaginé mis ojos vacíos como los de tanta gente, mis pasos autómatas y feliz… eternamente feliz.
Quizá te parezca una tontería, pues mis chistes han dejado de buscar tus oídos, y mi voz se consume lentamente, como un alma en pena que se ha cansado de gritar voces a las paredes y se desvanece atraída por el silencio de la respuesta. Ya casi no formas parte de mi vida, ni tus manos, ni tus pies.  Creo que he desatado al fin tus extremidades del ombligo mío, creo que también he descosido tus secretos y los he dejado ir al viento.
Pero hoy, y diario desde que te fuiste, te extrañan mis pechos, mis aureolas. El tacto de mi cuerpo se retuerce del dolor, de la pena. El tacto de mi cuerpo se martiriza, se flagela, ¿quién te dio el derecho de faltarle a mis caricias?
A veces encuentro la calma en el sonambulismo diario, en las caras frías, en perderme al descubrir la velocidad con la que abre una flor. Siempre hay un buen libro para comerme los sesos, que intentan recordarle a este cuerpo que por siempre es invierno. No siempre me evado, intento complacerme con unas manos que se han muerto. La biología de mi cuerpo avanza, se excita, se fricciona, se fracciona, unos alientos de vida surgen como chispas, como abismos, y te recuerdo, y me faltas y el calor de mi cuerpo se convierte en cenizas.


Ana Chachagua

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